Por: Heidy J Mondragon
Desde: Los Ángeles, California
Santos, de 52 años, así pidió ser llamado para proteger su identidad ante el temor que siente por las nuevas políticas migratorias del gobierno de los Estados Unidos, que han intensificado la presión sobre los inmigrantes indocumentados, en especial los hispanos.
Asegura que “no todos somos delincuentes. Venimos a trabajar como maquinas”, afirma con voz firme y la mirada fija, como quien ha repetido esas palabras más de una vez.
Respira profundo antes de compartir su historia, cuyos recuerdos conserva con la misma nitidez que la luz que atraviesa la ventana del pequeño rincón que alquila por 250 dólares al mes (unos 6,483 lempiras). Ese modesto espacio, según él, le ha permitido ahorrar lo suficiente para enviar ayuda a su familia en Honduras, su principal motivación desde que emprendió su viaje por segunda ocasión.
“La primera vez que vine fue muy duro. Me subí al tren conocido como La Bestia en 1999, cuando tenía apenas 22 años. Crucé todo México, un camino lleno de sufrimiento. Pasé hambre, sed, frío, noches sin dormir... y fui testigo de la muerte. Vi cómo asesinaban a personas. Ver esas cosas fue aterrador, traumático. Me marcó profundamente, aún hoy me causa tristeza recordarlo”, expresa mientras frota sus manos.
“Lo más duro que viví fue cuando intenté salvarle la vida a una joven hondureña. Logré rescatarla de morir, pero cuando el tren se descarriló, le amputó un pie. En ese momento la sujeté con todas mis fuerzas. Fue impactante, me quedé inmóvil, pero sentí que Dios me dio la fortaleza para seguir adelante”, reveló.
Santos cuenta que, tras todo el sufrimiento vivido en su travesía, logró finalmente cruzar la frontera. Al llegar a Los Ángeles, California, no tenía familia ni conocía a nadie. “En ese entonces no sabía qué hacer. Me sentía perdido, solo... y empecé a pensar en cosas malas. Caí en el vicio del alcohol”.
Su vida dio un giro inesperado cuando sufrió un accidente automovilístico. La policía lo arrestó y, en 2011, fue deportado por conducir en estado de ebriedad. “Gracias a Dios no salí herido”, dice, con un tono de alivio, aunque cargado de arrepentimiento. Había pasado doce años en Estados Unidos, pero admite que en ese tiempo no logró avanzar económicamente. “Por andar de vicioso, lamentablemente, no hice nada”.
A su regreso a Honduras, Santos recuerda con un gesto sereno pero cargado de reflexión: “Migración me trató bien… lo triste fue el retorno”. Confiesa que la experiencia de volver deportado lo hundió en una profunda tristeza. “Me lamenté mucho, caí en depresión. Doce años allá y regresé sin nada… por los vicios. Llegué pobre, con las manos vacías”.
Aunque su familia lo apoyó emocionalmente, no podían ayudarle más allá. “Me dieron ánimo, pero económicamente no podían. También eran muy pobres”, explica, con la voz apagada.
Tras cuatro años trabajando la tierra en su pueblo, Santos tomó la decisión de migrar por segunda vez en el año 2016. La pobreza seguía golpeando con fuerza, pero más aún lo hacía el arrepentimiento. “No aproveché el tiempo en Estados Unidos”, admite.
La presión social también le caló hondo: “La gente se burlaba de mí, me humillaban. Me decían: ‘¿A qué viniste? Tuviste doce años allá y no traes nada. Das lástima’”, recuerda.
Esas palabras lo marcaron. La vergüenza, sumada a la necesidad, lo empujó a intentarlo una vez más, con la esperanza de reconstruir lo que una vez dejó perder.
Sus manos, hinchadas y cubiertas de grasa, son el testimonio silencioso de una década de trabajo duro. Cada cicatriz y callosidad cuenta la historia del esfuerzo diario que ha invertido para poder ahorrar. “Es un trabajo muy pesado… mucho más que la construcción”, afirma con convicción, como quien sabe lo que significa ganarse la vida a pulso.
“Trabajo en una fábrica de estructuras de soldadura. Son jornadas de al menos diez horas”, cuenta Santos. Cada día se levanta a las cinco de la mañana para recorrer una hora de camino y llegar a tiempo a su turno, que inicia a las ocho y termina a las cinco de la tarde. “Es un trabajo muy pesado”, insiste. Las enormes piezas metálicas que deben movilizar requieren la fuerza conjunta de al menos diez personas, y el desgaste físico se acumula con cada jornada.
Sin embargo, a pesar del cansancio y las incertidumbres, Santos se regocija al pensar en su regreso a Honduras. “Voy contento, estoy listo —dice con una sonrisa serena—. Esta vez, Dios me dio la oportunidad. Trabajé duro, como una máquina, le eché ganas. Me siento satisfecho”.
Aunque reconoce que tiene cierto temor por las nuevas políticas del gobierno estadounidense, el sentimiento que lo acompaña es de plenitud. “Mi sacrificio valió la pena. Me superé. Dejé los vicios, Dios me transformó y puso en claro mi mente durante todo este tiempo”, manifiesta, con la esperanza de comenzar un nuevo capítulo, ahora con las manos llenas no solo de trabajo, sino también de dignidad.
Antes de compartir un mensaje a los hondureños que sueñan con migrar, sus ojos brillan y un gesto sincero se dibuja en su rostro de corte ovalado, curtido por los años y el esfuerzo. “A mis compatriotas que quieren venir a este país, que lo hagan —dice con firmeza—, pero que lo hagan para bien. Que vengan a superarse, a trabajar con honestidad, para poder sacar adelante a sus familias en Honduras”.
Con ese consejo, que nace de la experiencia y el corazón, Santos no solo cierra un ciclo, sino que deja una huella: la de quien cayó, se levantó y encontró sentido en el sacrificio.